Jaime Domingo Carbonell Pardo |
En la entrada anterior, comentamos y desglosamos detalladamente la hoja del Padrón Municipal de 1910 de Madrid y llegamos hasta la titular del negocio familiar de simones que nuestros antepasados tenían por aquel entonces, nuestra tatarabuela Magdalena. Aquí nos detuvimos entonces. En esta nueva entrega continuaremos con los habitantes de aquella casa del Barrio de Chamberí. Seguimos con el bisabuelo Jaime Domingo Carbonell Pardo, quien vino al mundo el día 25 de julio de 1887, día de Santiago Apóstol, motivo por el cual le llamaron Jaime. Nació en Madrid en la famosa calle de Arlabán, en el número 3, cuarto principal, rúa que antiguamente se llamó el Callejón de los Gitanos, sita en pleno Barrio del Congreso, ubicada justo detrás del mismo.
Fue Domingo, como todo el mundo le llamaba, el mayor de seis hermanos y como ellos (los varones), y su padre, el tatarabuelo Antonio, se empleó en el duro oficio de cochero y a él dedicó toda su vida laboral, la cual comenzó, como ocurría antes, quizás demasiado pronto; no obstante en la hoja del Padrón de Madrid de 1910 figura como "militar" y no como cochero. Lógicamente esta clasificación laboral tan atípica responde a una sencilla razón: el bisabuelo se encontraba en aquellos momentos haciendo el servicio militar; que por entonces duraba nada menos que tres años. En 1910 tenía el bisabuelo 23 años por lo que debía de estar ya en el último año de mili.
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Isabelita Carbonell vestida de Fallera |
Juana Carbonell Pardo. Foto de Boda |
Pasemos ahora a comentar una serie de curiosidades sobre el oficio de cochero, sus vicisitudes y singularidades. Sin duda todo ello os pondrá sobre la pista de cómo era aquella realidad cotidiana del Madrid de principios de siglo XX; si bien, para ser sinceros, habría que advertir que algunas cosas ocurrieron un poco antes.
Como se dijo en la entrada anterior, era la profesión de cochero muy común entre los valencianos emigrados a la Corte al igual que la de horchatero o "aguaducheros" que eran los dueños y empleados de los aguaduchos, kioscos muy populares donde se vendía y despachaba agua de cebada y horchata, tan numerosos en aquel Madrid castizo y hoy prácticamente desaparecidos. Al igual que ocurría con otros oficios la procedencia geográfica importaba y mucho en aquel viejo Madrid. Me viene a la cabeza el caso de los serenos de Madrid, profesión típica de asturianos y gallegos; o el de las nodrizas y amas de cría, que eran todas del norte de España porque de allí procedía sin discusión posible la mejor leche de nuestro país y esta creencia se extendió a las amas de cría, de tal forma que las mejores consideradas y mejor pagadas procedían de Santander y Asturias.
No era la profesión de cochero un oficio cualquiera, no todo el mundo servía para este sacrificado trabajo. Ya desde 1860 el Ayuntamiento de Madrid recogía en su Reglamento la condiciones que debían acreditar los cocheros, tales como su honradez y su moralidad intachable, además de la aptitud e inteligencia suficiente para conducir correctamente al caballo y su carruaje. Para ejercer de cochero en Madrid se requería una experiencia mínima de seis meses de servicio y tener al menos 18 años, aunque este último punto, como ocurría con otros, no se cumplía en la práctica porque los chavales empezaban a trabajar a los 14 o 16 años, sobre todo si la empresa era familiar.
Madrid, como el resto de capitales europeas, no escapó al estrecho control impuesto por las corporaciones estatales y municipales sobre el alquiler de los coches de caballos y su tránsito, que debía de ser cuando menos regulado. El ansia fiscal de las autoridades lógicamente estaba detrás de aquellas concesiones, licencias, regulaciones e impuestos que tuvieron que abonar religiosamente los transportistas madrileños de entonces.
El control se generalizó y se impuso como una forma efectiva de garantizar el cumplimiento de los diferentes reglamentos que fueron apareciendo; y favoreció el cobro de las tasas e impuestos que la Administración, una vez más, se sacó de la chistera. Así por ejemplo, en Madrid se hizo obligatorio el registro de los industriales o dueños de cada empresa de transporte urbano y de sus empleados. Igualmente se fijó un control sobre los coches que circulaban por las calles, los cuales debían de llevar pintado el número de licencia en la testera y en los faroles. Los cocheros tenían la obligación de informar al cliente sobre la tarifa del servicio. Esto lo hacía gracias a un cartel colocado en el interior del carruaje, siempre en lugar bien visible.
Del mismo modo, las autoridades fijaron también un estrecho control sobre la conducta y comportamiento de los cocheros: el escándalo, la embriaguez continuada, y la ineptitud en el manejo y conducción del carruaje eran faltas graves que se apuntaban en una libreta para dar parte, y el cochero podía perfectamente ser expulsado del "gremio", sobre todo si estas circunstancias se daban juntas.
¡¡ Cómo me hubiera gustado haber conocido al bisabuelo Jaime o alguno de sus hermanos !! ¡¡ La de anécdotas e historias que me habrían contado !! A ver si inventan ya la máquina para viajar en el tiempo, me doy un garbeo en ella por aquel viejo Madrid y a la vuelta os lo cuento.
Jajajjajaja esa máquina del tiempo sería tan útil!! Me ha gustado mucho este capítulo también Ángel, felicidades! Un beso. Elena
ResponderEliminarOjalá la inventen pronto y pidan voluntarios para darse un garbeo en ella!! Moltes gracies. Un beset!!
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